miércoles, 30 de mayo de 2012

Crisis y renacer del pensamiento







Por Luis Enrique Alvizuri
Comentario para la presentación de la revista Evohé Volumen 1, Año 2, Nº2 realizada en La Casa de la Literatura de Lima el viernes 27 de enero del 2012.
Hoy las universidades en el Perú son negocios o pretenden serlo. La moda del marketing las ha invadido por completo. Resulta más rentable invertir dinero en un pabellón que en una investigación. Con un pabellón se ganan alumnos, ingresos y prestigio ante la comunidad no universitaria. Con una investigación no se obtiene nada; a lo más una publicación de 200 ejemplares destinada a las bibliotecas y que tal vez nadie leerá.
Si de algo está convencido el peruano es que ya todo está dicho, y que todo siempre viene de afuera, allí donde se genera el pensamiento, la tecnología y la verdad de las cosas. Quien triunfa en los países desarrollados, así sea cumpliendo una simple tarea, es visto aquí como exitoso, y es valorado y admirado hasta la exaltación desmesurada. Hemos perdido la capacidad de entender por nosotros mismos la diferencia entre lo blanco y lo negro, o quizá nunca la tuvimos. Nunca la tuvimos pero desde que empezó la Colonia y siguió la República, porque antes de la invasión fuimos creadores de mundos, y los restos de lo que hicimos aún son dignos de admiración. Pero eso ya pasó. El conocimiento real y verdadero, para nosotros, es extranjero; no se genera aquí por obra nuestra.




Las universidades, en absoluta decadencia y parálisis, se limitan a repetir lo que parece ser un dogma: la cultura occidental es la cultura. Las otras son solo pre culturas, etapas superadas ya por el hombre contemporáneo, el occidental, al cual hay que parecerse cada vez más. Los medios de comunicación gritan en todos los sentidos que no hay otro camino que alcanzar en lo posible ese paradigma: ser occidentales. Tanto la ciencia como la filosofía, las más altas expresiones del ser humano, son occidentales. Pero se niega esto, y el argumento es simple: si Occidente es lo universal entonces todo lo que le compete también lo es. La llamada globalización no hace otra cosa que reafirmarlo. Ella un proceso pero solo de ida, como las radios de Lima que se escuchan en las provincias sin que las locales sean oídas en la capital. Occidente impone su ley pero rechaza la entrada de otra cultura a su recinto. Cuando eso se produce aparecen los movimientos de ultra derecha como el Tea Party que dicen “defender su tradición”. Además construyen muros como los de Israel o los de la frontera mexicana para que no ingresen los ‘políticamente incorrectos’. No hay entonces intercambio de nada: solo existe la imposición de una visión única del mundo.

Pensar de otra manera se vuelve hoy por hoy subversivo, terrorista. Solo se admite la discrepancia pero dentro de las leyes, las cuales únicamente permiten una verdad. Esto es un remedo del sistema político norteamericano el cual está formado solo por dos partidos de derecha cuyas diferencias son nada más que matices de tono o semitono, casi siempre imperceptibles. Además son fundamentalistas sin admitirlo. Citan a Dios de manera oficial: “Dios bendiga a América”, pero acusan a los demás de vivir sometidos por creencias arcaicas y fanáticas. Ponen en sus billetes: “En Dios confiamos” y emiten normas que condenan la indumentaria extranjera. Todo eso repercute en nuestra sociedad. Todo entra en nosotros pero sin reflexión ni selección. Asimilamos las verdades del momento como si fueran sagradas y sin discusión alguna. El cine es para nosotros Hollywood, no hay otro. A través de él es cómo entendemos al mundo. Allí están los buenos a quienes amar, los occidentales, y los malos a quienes odiar, las otras culturas. No necesitamos leer nada puesto que una imagen vale más que mil palabras. Estados Unidos domina al mundo pero audiovisualmente. Todo lo que tenemos que saber sobre la vida sale en televisión. Si no sale allí no existe. Puede existir científicamente, pero si no lo dice el noticiero se vuelve dudoso. Los fenómenos de la naturaleza, si no son interpretados y traducidos por el poder, son solo hechos extraños que nadie se explica. La naturaleza puede tener un sinfín de manifestaciones, pero si no las define la autoridad se vuelven imperceptibles. Podemos ver y oír mil cosas, mas si la comunidad científica y la NASA no emiten su dictamen, ni las entendemos ni podemos dar por cierto lo que perciben nuestros sentidos. La verdad es hoy prisionera del poder, como siempre. 

Sin embargo el ideario moderno decía lo contrario. Proponía que la verdad fuera aquello que puede probarse que existe. Pero luego de dos siglos la experiencia nos revela que las ideas no modifican el comportamiento de los poderosos y que estos siempre se las arreglan para mantener el control aun por encima de la realidad. La modernidad es ahora un proyecto fracasado. ¿La razón? No ha cumplido con lo prometido. ¿Qué prometió? Lo que todo proyecto humano hace: el fin del miedo, de la ignorancia, de la inquietud de ser seres humanos. Prometió la superación de los dolores y estos siguen aún más fuertes. Prometió la felicidad y ello se ha vuelto una experiencia fugaz, irreal. Prometió la paz, la unión entre los hombres, y hoy como nunca el ser humano se ha pertrechado con las mayores armas conocidas por la historia. Se podría decir que la razón produce monstruos, más horribles y espantosos que el palo y la piedra, más potentes que todas las creencias religiosas. Y son súper monstruos, capaces de acabar con pueblos enteros con solo un dedo y, en algunos casos, hasta espontáneamente si es que fallan los sistemas de seguridad. Además la modernidad ha extremado las riquezas a niveles jamás imaginados. Su acumulación supera en miles de veces la fortuna del rey Salomón o de los marajás. Sin embargo la pobreza moderna ha superado también todo lo imaginable. Pueblos enteros que se trasladan producto de una sequía son detenidos a las puertas de las ciudades y condenados a morir frente a las cámaras de los periodistas. Hay abundancia, pero primero está el orden. El estado de derecho tiene prioridad al estado de vida; lo que importa es el modelo, el sistema, que éste sobreviva aunque la población no. Se construyen enormes refugios en los desiertos para albergar a los privilegiados en caso de conflictos o desgracias naturales. Significa que la solución a los problemas es preservar a los líderes.

Este es el rostro de la modernidad, modernidad que todavía en países como el Perú suena a futuro, a esperanza, como si no viésemos su otra cara y su fin reflejados en las sociedades que ahora la rechazan. Sin embargo los dirigentes locales aún hablan en su nombre para hacer obras y recabar los dineros del Estado. Modernidad que sigue siendo, en nuestro medio, cemento, agua, luz, desagüe. Modernidad que dicen que es la minería, actividad que sin embargo es milenaria y que fue desarrollada con inteligencia por nuestras culturas prehispánicas sin atentar contra el ecosistema. Hace varias décadas que en el Perú no se habla de desarrollo, de industrialización. No es conveniente, porque para industrializarse es necesario dejar de ser solo productor de materia prima y eso atenta contra la minería, dueña y señora de países como el nuestro. Incluso han tergiversado el idioma y llaman “inversión” a la explotación de la tierra. La palabra inversión, tal como debería ser entendida, se refiere específicamente a generar industrias, y aquí hace mucho que no se hace eso. La modernidad en el Perú está vinculada más bien a las obras de infraestructura estatal, a las carreteras y construcciones, pero jamás al pensamiento. Por eso la clase alta peruana vive llena de servidumbre, como en la Colonia, en abierta contradicción con lo que dicen los principios de la modernidad.


Pero ello no importa porque la tal modernidad no ha entrado nunca en nuestro cerebro, solo en nuestros bolsillos. El peruano anda con sus aparatos electrónicos de última generación en la mano y con un cerebro de primera generación en la cabeza. Todo esto se condensa en un potaje que viene a ser la cultura nacional. Cuando escuchamos hablar de cultura empezamos a abrir la boca para dar un largo bostezo. Cultura, oficialmente hablando, es en nuestro medio una máscara occidental mal copiada y pésimamente vestida, como las togas inglesas que usan en los centros educativos para celebrar la culminación de los estudios. A nadie se le ocurriría ver a un inglés vestido con poncho aventando su chullo por los aires para celebrar su fin de curso. Llamaría a la risa. Pero no nos da risa vernos a nosotros mismos con tal atuendo. Al contrario: sentimos que estamos dejando de ser lo que somos para ser cada vez más extranjeros. El mayor mérito de un peruano es obtener la ciudadanía de otro país. Es el esclavo que ya no trabaja en el campo sino en la casa del patrón. Se siente superior.

Lo mismo para las universidades. El modelo de cultura y la noción de modernidad que tenemos se reflejan allí exactamente. En las más privilegiadas mueve a risa, pues parecen una puesta en escena de algún lugar de Estados Unidos, pero en las nacionales da pena, pues nada es más lastimoso que ver a un pobre usar sus miserias para tratar de imitar a un rico. En las universidades estatales se habla de la ciencia como cuando se hablaba de Dios en el Medioevo europeo. La idea que impera en ellas es repetir la frase, la fórmula, aprenderla de memoria, igual que como lo dicen sus generadores: los maestros occidentales. Para los alumnos que vienen de los colegios del Estado, donde la represión es la forma de enseñanza, la universidad resulta una prolongación de su sometimiento. Ni en el campo artístico se permite la creación propia pues los patrones importados señalan la ruta de lo políticamente correcto.


Igualmente en el campo del pensamiento, más concretamente, la filosofía. Hablar sin citar es un pecado. Al alumno le enseñan que nada puede decir sin mencionar al autor. Cuando piensa por su cuenta le preguntan: “¿De dónde has sacado eso? Tienes que mencionar la cita”. Es lo mismo que tratar de enseñar poesía obligando a poner versos de poetas ingleses o norteamericanos entre las líneas sencillamente porque “ellos son los que hacen la verdadera poesía”. Al final tenemos profesionales que creen que pensar es haber leído, ser eruditos; solo así son aplaudidos por una sociedad que anhela dejar de ser lo que es para ser occidental. Hay algunos que se rebelan y dan su opinión, pero el silencio de las autoridades y las burlas de sus compañeros y colegas se encargan de castigar al subversivo. Subversivo es aquel que subvierte el orden, y ser autónomo, pensar por sí mismo, en una cultura que tiene por ley ser un espejo de otra, es convertirse en terrorista, en enemigo de los intereses del Estado, de los ricos y de la sociedad. Pero un filósofo que no sea gestor de pensamientos y no los divulgue no es un filósofo: es solo un profesor de filosofía occidental. Lo mismo que un poeta que solo repitiera poemas ajenos y jamás creara los suyos. Nadie acudiría a un recital poético a oír a un vate repetir versos conocidos; eso lo hace un declamador. Por lo mismo nadie debería ir a escuchar a un filósofo hablar de otro filósofo, salvo en el interior de una clase.

Por estas y muchas razones me he atrevido a hacer estas reflexiones con la intención de cuestionar primero nuestras creencias para luego incentivar la aparición de otras que nos lleven hacia caminos mejores. La modernidad necesita un reemplazo urgente y no se puede remediar una enfermedad con más dosis de ella misma. Insistir en dar más modernidad al que está moribundo por su causa es un crimen, y ese crimen debe ser primero denunciado por los filósofos auténticos para luego explicar ellos cuál podría ser la cura, qué sociedad es la que proponen más conveniente para el ser humano atrapado en esta tragedia. En opinión de quien escribe esa opción es la sociedad andina —la actual, no la incaica— porque es la única que reúne todas las condiciones para suceder a la occidental. Pero su explicación y sustentación será motivo de otro ensayo en otra oportunidad, si la suerte lo permite.

Por el momento solo he querido colaborar con algunas ideas personales —sin pretender ser dueño de la verdad— con motivo de celebrar el lanzamiento del segundo número de la revista Evohé que nos anuncia la posibilidad de un despertar hacia la superación de nuestros enraizados defectos constitutivos. Vaya para sus autores y responsables mi más cálida y esperanzada felicitación.


Luis Enrique Alvizuri
T. 225 3899 / 9 9637 9615