Año de 1763. El
opulento reino del Perú recaba informes sobre la situación mundial por los
barcos que llegan a Panamá o cruzan por el actual sur de Chile. Pasajeros de
los orígenes más extraños hacen de mensajeros del destino. El emperador de
Rusia ha muerto. La Gaceta de Lima
informa a sus lectores: “Que después de una gran revolución sucedida en
Moscovia había muerto el Zar Pedro III, quedando en el trono su mujer Catalina
Alexiovna de cuyo suceso (por ser muy extraordinario) se dará relación impresa
aparte”[1].
Es la noticia de una revolución; más bien, el aparecer del evento de una
revolución. El asesinato de Pedro III era una revolución, pero una que no
correspondía con el sentido de la filosofía de la historia ni propia de la modernidad.
No era una revolución moderna. Era un hecho político, no un evento moderno. El
año de 1763 marca el inicio del último tercio del siglo XVIII, lo
revolucionario de la Revolución rusa fue defender ideológicamente, una visión
no moderna de lo revolucionario. Siendo este un hito importante, queremos
mostrar que la hermenéutica de la revolución, anterior a la modernidad
política, puede revelar la naturaleza del acontecer de lo revolucionario en
nuestra época, posterior a la modernidad.
Si estamos en lo
cierto, de alguna manera, las revoluciones actuales serían eventos políticos
análogos al de las antiguas revoluciones. Esto traería una consecuencia
normativa para lo revolucionario y la revolución y, por ende, para la
hermenéutica de la vida cotidiana, en tanto es una vida política. Comprender
una revolución antigua, pues es, una tarea hermenéutica del pensamiento actual
de la política, en la corriente de lo que Gianni Vattimo suele llamar
“ontología de la actualidad”[2].
Para la época de la redacción de La Gaceta de Lima estaba vigente el Diccionario de la Real Academia de 1737. En este diccionario se acepta tres entradas para el término “revolución”. La principal de todas dice: “La acción de revolver o revolverse”. Le siguen en este orden, el “Movimiento entero de la esfera celeste”, y luego –cito- “Vale asimismo inquietud, alboroto, sedición, alteración”. Es evidente que sólo la tercera de las entradas es propiamente política. La primera se define como acción, esto es, como facultad humana, como algo diverso del movimiento celeste, que es una actividad no humana. Se aplica a los movimientos que cambian la figura, recomponen, permutan de sitio las cosas del hombre o al hombre mismo “que se revuelve”. Su uso político corresponde con la tercera entrada, referida a la naturaleza del régimen político. Está presupuesto que se trata en la tercera entrada de “revolverse”, sólo que en sentido político. La diferencia entre revolver una habitación y asesinar a un emperador. Hasta este momento no habíamos reparado en un elemento básico del vocabulario de la hermenéutica tal y como la practicamos: su soldadura con el lenguaje histórico no filosófico, esto es, su deuda con una visión más arcaica y más originaria del pensamiento de lo político.
En 1763 tenemos como hermenéutica política las ideas de “revolución” y “evento” en calidad de vocabulario popular, pero hoy son términos muy informados filosóficamente. El segundo es fundamental para toda ontología de la actualidad, esto es, para la puesta en práctica de la hermenéutica filosófica tal y como la hemos heredado de la tradición Heidegger-Gadamer-Vattimo. Podría objetarse que el primero es importante para los historiadores o, más específicamente, para los historiadores de los conceptos. En este sentido, no sería de interés realmente filosófico, pero si acontece que encontramos una relación analógica entre el uso premoderno popular y el filosófico actual, entonces, ese uso resulta importante para la interpretación cumplida del fin de la modernidad. Ese fin acontecería como un regreso, y la comprensión de la revolución premoderna sería también de la comprensión del regreso. Ahora bien, el fin de la modernidad política acontece como revolución, y se da en términos de revolución, pero ya no es una revolución moderna. Hay que dejar a los politólogos y a los científicos sociales confirmar que las transformaciones del fin del mundo moderno son “revoluciones”; sin embargo, para el filósofo, basta el sentido común que así las representa. Desde Teherán hasta Caracas, desde Moscú hasta Roma. En efecto, es notorio para el hermeneuta que el vocabulario social del fin de la modernidad acontece como un lenguaje revolucionario.
Como puede
observarse, en el siglo XVIII el término “revolución” aparece vinculado con la
noción de “suceso”, cuyo equivalente en alemán es ereignis, el “evento”, en particular para la interpretación
política de la revolución. La noción de evento es vital para llevar a cabo la
ontología de la actualidad, esto es, para la aproximación hermenéutica del
mundo en las claves de Gianni Vattimo. “Evento” es, para la hermenéutica, un
término técnico, procedente de la interpretación vattimiana de Heidegger que se
da en textos como Más allá del sujeto
o la Ética de la interpretación.
Vemos, sin embargo, que es también la herencia de un vocabulario social
anterior a la modernidad política, en el que el “evento” iba de la mano con la
experiencia de revoluciones no modernas, en donde la revolución es una
experiencia relativa a “sucesos extraordinarios”, a milagros frente a los que
debemos expresar nuestra extrañeza, para usar la nomenclatura maistriana.
Vimos ya someramente que hay “revoluciones” premodernas; esto es, hay un uso social de “revolución” para significar un acontecer que no está inscrito en historias propias de la modernidad política. Antes de continuar, vayamos ahora a su “suceso”, que, como hemos visto, es el acontecer de la revolución y es por ello también su marco conceptual. Es fácil observar los caracteres del evento a partir de la cita que hemos extraído sobre el asesinato de Pedro III y el subsiguiente reinado de Catalina la Grande. “Evento” es el acaecer de lo que acaece, pero es mejor agregar que es el acaecer del ser. El ser del evento se caracteriza porque es algo que, cuando sucede, “llama la atención”. ¿Qué es llamar la atención? Es lo que sostiene atenta la mirada y en la mirada se sostiene a sí mismo. Lo que llama la atención es, en términos de Heidegger, “Lo grande, lo singular, lo raro”. En este sentido, el evento es, para la mirada humana, autónomo. En esta interpretación, no es el mero pasar. El “acontecer” se define fundamentalmente porque es un hecho cuya esencia exije ser interpretado; el evento interpela y tiene los elementos seductores que Rudolph Otto otorgaba a “lo santo”. Es tremens et fascinans[3], por eso no tiene lugar en él la función mandadora del futuro de las revoluciones modernas. A diferencia de la visión religiosa, el “evento” es siempre un darse histórico, como sea que uno defina la “historia”; quiere decir que se da narrativamente en un relato que lo incluye, en un horizonte previo en el cual se fusiona y adquiere significado. Por otra parte, el “evento” es lo que se impone, pues no consulta para ser, aunque también es lo que se logra, pues se cumple, y es lo logrado, en el sentido de que es “autosuficiente”. Es notorio que el pariente francés de “suceso” es una palabra que significa “evento”, pero también “éxito” o “logro”. La muerte de Pedro III dice algo en sí misma. Muchos pudieron haber muerto el día en que Pedro III fue asesinado; por alguna razón, sin embargo, la muerte de Pedro III se impone sobre la noticia de otras muertes que pasan sin ser notificadas. Nada nos dice La Gaceta de Lima de otros muertos. Muere Pedro III y Catalina la Grande logra algo, que es su éxito “extraordinario”. Es así como la muerte de Pedro III fue un evento en 1763, un evento que dio lugar a una revolución premoderna.
El concepto de “revolución” parece más fácil de asociar con una metáfora astronómica, como un ciclo, en referencia a la vuelta completa de un gran viaje, el que realizan los planetas en el cosmos, por ejemplo. Éste es el uso kantiano para referirse a las revoluciones en el segundo prefacio a la Crítica de la razón pura, tomado manifiestamente del título del padre Copérnico De revolutionibus corpus coelestium (1551). La revolución es un viaje extraordinario, por su magnitud o su significado, y se dice de los viajes de las estrellas, y en este sentido, aplicado a la realidad humana –por ejemplo, a las revoluciones del conocimiento, como hace Kant- involucra una totalidad histórica, constituyen un “ciclo”, una vuelta completa. Es un hecho singular que el uso social premoderno de “revolución” en La Gaceta de Lima sugiera, más bien, una realidad sin ciclos donde exprofesamente está excluida la idea de totalidad histórica (como no podría ser de otro modo, pues –como notó Koselleck-, la totalidad histórica recién fue inventada a fines del siglo XVIII). Como vemos en el texto citado, la revolución es evento y trae un mensaje que transforma la realidad; convierte la misma realidad en otra realidad. Veamos cómo es la nueva realidad que tiene lugar y se logra con la revolución.
Es interesante
notar que en el vocabulario de 1763 una “revolución” es un hecho político con
ciertas características: 1. Es imprevisible
y 2. Tiene lugar de manera violenta. Entendemos por “violencia” el
riesgo del límite por antonomasia, que es la muerte; en el caso que nos ocupa,
la muerte del zar Pedro III. Como se observa, la revolución no da la vuelta
para cerrar un ciclo, sino que es una ruptura violenta, “tremenda” y “fascinante” porque adquiere la
realidad de la imposición. No es un comenzar de nuevo, sino que es la
singularidad del aparecer de otro, en este caso, Catalina de Rusia. Si leemos
las crónicas completas nos sorprenderemos de que el régimen de Catalina, la
famosa zarina, resultaba imprevisible para los lectores peruanos, era tremens et facinans. Con ella, una
ruptura se instala y adquiere significado en un relato determinado que, a su
turno, se impone como horizonte de significado para lo que acontece.
Un punto fundamental de nuestra reflexión es un término de contraste para “revolución” que es notorio en La Gaceta de Lima. En este periódico: entendemos lo que es una revolución en contraste con un término que parece afín: “evolución”. En términos de La Gaceta, decimos, por ejemplo, que “evolucionan” los jinetes, cuando manejan a sus caballos y dan una vuelta en una demostración ecuestre, o lo decimos de las procesiones de la nobleza y el clero, por poner otro ejemplo, cuando doblan la esquina con el Santísimo Sacramento: pasan de un lugar a otro, pero el paso es previsible en una secuencia que es conocida. Es conveniente recordar aquí que la evolución que hace contraste con la revolución es también y fundamentalmente un movimiento humano. En este movimiento no hay alboroto, ni inquietud, sino un cierto orden previsible. Lo previsible, se anticipa en su plenitud; es, por tanto, como si no ocurriera nada. También es un movimiento que atiende a una interpretación social de criterios acerca de lo “logrado”, lo “pertinente”, de lo que se mueve, pues es un movimiento con significado; es, pues, también un evento.
Nosotros ya no hablamos en términos de movimientos sociales que evolucionan en el sentido anterior. Posiblemente hemos sido visitados excesivamente por Charles Darwin para leer esto sin admirarnos, ya que pensamos en evoluciones que ocurren entre las especies animales o en cambios en periodos de tiempo que exceden el horizonte histórico. En una “evolución”, el “suceso” es que ocurra lo que tiene que ocurrir; en una revolución, el “suceso” es que pase lo que no tiene que pasar, en el sentido ambiguo de lo que está prohibido (matar a Pedro III, pues es indudable que asesinar a un emperador es criminal) y de que no es esperado e incluso es indeseable. Revolución y evolución son contingentes, pero para el segundo estamos prevenidos, para el primero, en cambio, no lo estamos. El contraste entre “evolución” y “revolución “se ha perdido, tal vez ocultado por “revolución” en el sentido moderno, pero recordarlo como aparece en La Gaceta de Lima permite repensar la revolución como término para expresar la ontología de la actualidad, nuevamente en vínculo con lo que evoluciona. Evolucionan la secularización, el pensamiento único y los debates en torno de derechos; pequeñas cosas que vuelven sobre lo mismo. En cambio, las alianzas del Papa y los Castro o de Irán y Rusia, son revoluciones, pues dan lugar a lo imprevisto y se imponen con cierta violencia. No son un mero acontecer: son un acaecer que significa una revolución.
Metanarraciones
Iniciamos nuestra
reflexión con esta nota sobre la revolución y lo revolucionario en la historia
de los conceptos políticos en el Perú. Para la conciencia histórico efectual de
la modernidad, la revolución y lo revolucionario no son sólo revolverse,
alboroto o inquietud, aunque sean también un poco esas cosas, pues los
conceptos de las entradas primera y tercera del Diccionario de 1737 no han cambiado.
En la modernidad, la idea de la revolución aparece con una nota adicional que
en el vocabulario premoderno era singularmente no humana, a saber, incluye la
idea de “revolución” como la vuelta de un ciclo completo, que en 1737 se
aplicaba sólo a las esferas celestes. La revolución del mundo moderno es
también del acontecer del progreso, en el sentido de terminar un ciclo cuyo
desarrollo completo ya conocemos. Entonces, la revolución es el progreso mismo
llevándose a cabo, donde lo no humano de un ciclo previsible se ha humanizado y
se ha incorporado a las perspectivas de la acción humana. Por eso nos
sorprendemos al ver que el término
político “revolución” estuviera instalado en el vocabulario social anterior a
1789, pero no es tan importante. Las revoluciones premodernas eran todo menos
un progreso. A lo más eran un cambio.
La modernidad
política se sitúa, en la actualidad, a partir de los trabajos del historiador
hermeneuta Reinhart Koselleck, discípulo a la vez de Carl Schmitt y Hans-Georg
Gadamer, como una apertura de significado que tiene lugar a la vez que hace su
aparición el concepto moderno de historia[4].
Koselleck ha logrado imponer una visión política de la modernidad como
experiencia europea de la revolución, entendiendo por esta la de 1789, como
era, en general, la perspectiva de la revolución y lo revolucionario en la
modernidad política temprana, esto es, antes de la Primera Gran Guerra. Como
tal, estaría relacionada con la idea de la historia como una totalidad de
sentido legitimante de la praxis política, algo que conocemos mejor con la
expresión “metarrelato”, que acuñara a inicios de la década de 1970
Jean-François Lyotard[5].
De acuerdo a Koselleck, esta se habría gestado en la cultura humanística del
Santo Imperio, durante la segunda mitad del siglo XVIII. De un lado, la
secularización de la historia trascendente cristiana de la instauración del
Reino de los Cielos, como había anotado ya antes Karl Löwitt[6];
de otro, la experiencia de la historia habría adquirido una dimensión ética, de
exigencia de la acción humana para adelantar y llevar al ser efectivo ese mundo
futuro que sería la realidad esencial de este, lo que Koselleck denomina la
“aceleración” del tiempo histórico[7].
Esta noción tomaría el acontecer en una clave de la totalidad, pero también en
una clave normativa. Una noción originada en la historia de la salvación
cristiana sería prontamente secularizada por los intérpretes revolucionarios de
la revolución, como el marqués de Condorcet, Inmanuel Kant o madame de Staël,
por ejemplo. Todos instan a ella, pues el comprender de la revolución es
también el compromiso con su anticipo[8].
Frente a esta modernidad política basada en la idea de la historia como una totalidad aplicada a la interpretación revolucionaria, es interesante que descubramos en 1763 un uso social prerrevolucionario de “revolución”; entonces era también parte del vocabulario político, pero no contaba en su haber con la elaboración conceptual de Condorcet, de Staël o de Kant y, por consiguiente, carece de la dimensión de totalidad histórica fundamental en estos autores, que es lo que Lyotard llamó “metarrelatos”. Creemos que estamos ante un ancestro de nuestro propio uso revolucionario de “revolución”, que sería así una recuperación de una experiencia más fundamental y más antigua de la historia de la que hacemos recurso cuando nos referimos como “revoluciones” a los procesos sociales simbólicamente posmodernos. Se trataría del carácter efectual de una concepción no moderna de la revolución y de lo revolucionario, marcada por la pérdida de los rasgos que Koselleck identificó en la experiencia moderna de la aceleración del tiempo. La historia desasida de la historia como metarrelato es también una historia en la que lo que se revuelve y produce inquietud no va de la mano con la idea del progreso ni la vuelta completa de un ciclo temporal secularizado. El evento de esta historia acaece en Caracas, La Habana y Teherán, en Roma y en Moscú, en China y Corea del Norte, en el Reino de Tailandia y en Bolivia. Pero detengámonos un instante.
El interés por nuestro pasado conceptual revolucionario es más pregnante cuanto implica la naturaleza social de sus consecuencias que, insistimos, son consecuencias normativas que atienden a la escucha moral del evento. El lenguaje social de la actualidad es, en gran medida, un cambio de revoluciones que se explica como revoluciones, pero que, para extrañeza del intérprete, no viene acompañado de “progresos”. Definamos lo progresista, de manera provisional, como lo que se aviene a la historia como un ciclo completo cuyo final podemos ver y nos compromete moralmente. Es un factum hermenéutico que las revoluciones vienen de la mano, ahora, con “regresiones”, con la experiencia vigente del retorno y la reacción. Pongamos algunos ejemplos. El régimen comunista de Fidel y Raúl Castro, posiblemente el más “revolucionario” de todos los regímenes, tiene como aliados en la esfera internacional al Presidente Hugo Chávez y al Primer Ministro de Rusia, pero también al Papa y al Patriarca de Moscú, las cabezas clericales de Occidente y Oriente. Podría tratarse de una alianza fortuita, de un asunto no relevante para el filósofo, y menos aún para el filósofo “progresista”, el moralista del progreso. No obstante, se trata de hechos que revuelven, que trastornan al mundo, que generan alboroto en la interpretación de los hechos políticos. Son, pues, revoluciones.
Sociológicamente, se comprende que su enemigo es el régimen liberal de “pensamiento único”. Este régimen es políticamente identificable como el Estado secularizado nihilista moderno, el Estado cuyo programa es la Ilustración revolucionaria, o bien sus instancias no estatales, ciertas ONG transnacionales y redes académicas cuya agenda es la misma que la de estos Estados. La Ilustración nos libró, primero, de la religión a través de uno o varios metarrelatos revolucionarios antes de dar con Chávez y Castro como revolucionarios. Pero el auditorio podría poner en duda el aserto fáctico de que hay una alianza entre el clero y la revolución, o que la revolución sea parte del evento de la vigencia efectual de lo clerical. Auxiliemos, pues, con datos.
El vínculo entre clerecía y revolución es, en términos de Joseph de Maistre, un “milagro”[9]. Esto es, ha acontecido sin que haya sido posible su advenimiento en las mentes de los filósofos. De hecho, es un acontecer insoportable, pues aspectos vigentes de nuestra comprensión histórica nos indican que es un imposible práctico. Pero dejemos obrar los milagros que operan sin consultar al pensamiento. El Papa ha hecho santificar un beato cubano el año pasado. Raúl Castro, el jefe del único Estado comunista americano, asistió a la ceremonia pública, acompañado de la alta jerarquía clerical; el gobernante y los obispos fueron fotografiados. Están grabados en Youtube. La de Roma, sin embargo, no es la única religión bienvenida en Cuba. El Santo Patriarca de Moscú fue, con diferencia de días, a La Habana a inaugurar una flamante catedral ortodoxa. ¿Quién financió la construcción de la iglesia, con cúpulas de oro, al puro estilo ortodoxo? Nada menos que por el gobierno ruso, cuyo Presidente también fue a visitar a los Castro.
Preguntémonos. ¿No es acaso Rusia aliada de la teocracia de Irán? Irán, ¿no es por ventura el aliado principal del régimen socialista de Chávez en el Oriente? Si Cuba y Venezuela se autointerpretan como Estados revolucionarios, al igual que Irán. ¿Qué tienen en común estas “revoluciones”? Son antiliberales. Esto quiere decir que no se reconocen en la herencia normativa de la Ilustración. Eso se muestra, por ejemplo, en que se distancian del secularismo, hoy posiblemente uno de los puntos principales de la agenda liberal. Este es el aspecto de la revolución hacia el fin de la modernidad. Los Estados antiliberales se asocian políticamente con el estamento religioso. La revolución política y el retorno de la religión son el evento de lo mismo. “Milagro”, diría Joseph de Maistre; hechos sociales que se creía imposibles se articulan de manera ordenada para la mirada atónita del hermeneuta.
Para continuar, en este punto conviene incorporar términos de Reinhart Koselleck, “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa”[10]. El espacio de la experiencia política hacia nuestro tiempo, el fin de la modernidad, se define desde el liberalismo. Es común definirlo en la tradición de Vattimo, que seguimos, desde la experiencia de la muerte de Dios o el fin de la metafísica, pero si queremos hacer ontología de la actualidad, hermenéutica política, debemos buscar otras coordenadas para el límite del significado de esas expresiones, en tanto significado específicamente político. El liberalismo de las “democracias” corresponde bien con el horizonte de la experiencia o bien con el trasfondo de significado de nuestra experiencia política, por ello no haremos grandes precisiones. Sabemos que se aplica singularmente a la globalización a partir del referente político de “las democracias”. Es la experiencia de lo que se solía llamar “el pensamiento único”, la Ilustración y su sociedad fáctica con los poderes desplegados de estas mismas democracias. El horizonte de expectativa es la visión del futuro, que se presenta divorciada, escindida del significado que las democracias y el pensamiento único han representado, con lo que este horizonte se presenta independizado de la Ilustración. No contrario, sino independiente, esto es, no normativamente sometido al programa liberal. Así, mientras los liberales y el nihilismo se abisman en la secularización, los revolucionarios la desarticulan e incluso la incorporan en un nuevo horizonte político que es, a la vez, posrrevolucionario y postsecular. Hay, pues, una revolución en la historia del mundo. Algo pasa en el mundo: ocurren cambios revolucionarios que son milagros maistrianos, pues lo progresista es también singularmente aliado de lo antiliberal.
Progresismo chavista
El 1 de abril de
2009 la Agencia EFE hizo circular en el mundo la noticia de que el Presidente
de Venezuela, Hugo Chávez, acusó a la Presidenta de Chile, Michelle Bachelet,
de poner en peligro la unidad latinoamericana. El nudo de la polémica consistía
en que Bachelet había invitado a la cumbre de países progresistas, entre los
representantes de otros países, al Vicepresidente de los Estados Unidos, Joe
Biden, así como al Primer Ministro de la Reina de Inglaterra, el socialista
Gordon Brown. El punto central era qué entendía cada cual por la palabra
“progresista”, pues es manifiesto que si Bachelet había invitado a las
potencias militares más agresivas del planeta a una cumbre “progresista” es
porque, en efecto, la señora consideraba que estos países agresivos son
progresistas en alguna manera plausible. Esto presupone que en el espacio de
experiencia hay de hecho –otro factum
hermenéutico- una realidad vigente de lo “progresista” que así se lo permite.
Si recordamos los antagonismos actuales en las potencias políticas, es fácil
notar que lo progresista de estos países aparece como un sinónimo de “liberal”,
de tal modo que para Bachelet las potencias o los partidos que son “liberales”
son progresistas. No obstante, ¿en qué sentido serían progresistas? En el que
serían seculares, democráticos y partidarios de la economía de libre mercado,
que es el sentido establecido por la corrección política, como opuestos a
religiosos, autoritarios e intervencionistas económicos[11].
Pero debemos hacer un alto. Hay un margen en el espacio de la experiencia
social (o mejor, “ontológica”) y político en que es manifiesto que, para
Chávez, Estados Unidos o el Reino de Inglaterra no pueden ser considerados
“progresistas”, entre otras razones, justamente porque son países liberales. En
realidad, es porque son liberales que esos países son los enemigos de Venezuela
y su cordón latinoamericano “progresista”, que son enemigos de Irán y
antagonistas de Rusia y del Papa. Aceptamos que es evidente para algunos que el
propio régimen de Chávez no es progresista
y que tampoco lo son sus aliados, países a los que la retórica de
Georges W. Bush trató como “Estados canallas”. Pero la disparidad de opiniones
sobre si lo liberal es o no progresista nos revela algo sobre un consenso más
profundo que manifiesta una experiencia histórica que es, por lo mismo, una
apertura de sentido en sí misma con carácter efectual, esto es, no es sólo un
concepto, es una experiencia del acontecer. En esta experiencia de consenso,
ser progresista ya no es lo mismo que ser liberal, aunque tal vez lo haya sido,
pues eso se prueba en la interpretación que hace Bachelet de que “la madre de
las democracias” es “progresista”. Y en el descanso de esta evidencia pasada,
resulta que ser liberal puede ser políticamente enemigo de ser progresista.
Estamos ante una
experiencia presupuesta conflictiva respecto de la idea del progreso y lo
liberal que vamos a intentar tratar ahora. Se trata de una apertura de sentido
para “progresista” que lo sitúa fuera de los márgenes de lo “liberal”. Queremos
que se observe que lo progresista es un acompañante semántico de lo
revolucionario. En la historia de las ideas del Occidente, que es ahora la
historia global de la tecnología, la revolución no era el cambio de lo que se
revuelve y se alborota, sino la incorporación en un horizonte de expectativa
donde se hallaba a lo lejos, allí, en el fondo de los anhelos del hombre
moderno, la utopía que llamamos “progreso”.
La transformación de lo revolucionario en el milagro maistriano de la alianza de todos los antiliberalismos se vincula con la experiencia de lo que Vattimo llamaría una apertura histórico-destinal, esto es, una perspectiva histórica de sentido que nos involucra y de la que no podemos librarnos, con lo que manifiesta así su carácter ontológico político. De alguna manera se infiere esto del último libro de filosofía política de Gianni Vattimo, en su fragmentaria y comprensible falta de articulación[12]. Para Estados Unidos e Inglaterra, el “progreso” se define con los rasgos criteriales de lo que hace tan sólo una década se consideraba “el pensamiento único”, la koiné política de la aldea global. Esto se traduce en la imposición de los criterios de democracia liberal, los derechos humanos liberales y el libre mercado; estas palabras expresaban realidades normativamente comprometedoras, pero “progresistas”; eran comprensibles en los países progresistas y no lo eran en los “canallas”. Su modelo de “progreso” y su horizonte de expectativa es la expansión mundial de la universalidad liberal y el final del Estado nación.
Como fenómeno del acontecer, es fascinante que Chávez tenga en su agenda de Estados llamar “progresistas” a los denominados Estados canallas y sus aliados, países políticamente incorrectos y que notoriamente no son democracias liberales, sino teocracias, regímenes políticos totalitarios, Estados étnicos nacionalistas o –en el más feliz de los casos- países que tienen buenas razones para desconfiar del libre mercado (los países latinoamericanos del ALBA) que estimulan la vida religiosa (como Rusia), la adhesión nacionalista, sea como fuere entendida (Bolivia o Rusia), donde no hay respeto a la libre propiedad (Venezuela) y hay una tendencia marcada al control de la información. Pero estos Estados son progresistas frente Estados Unidos, que no es así “progresista”. El horizonte de expectativas que se fundó con la idea moderna del futuro como progreso se ha disuelto en una expectativa en que el progreso no es ya el de la idea moderna del futuro. Se podría decir que el futuro está cediendo su lugar a un examen responsable del presente. El espacio de experiencia y el horizonte de expectativas koselleckiano se están fusionando. Pero, ¿no era esto lo que ocurría en 1763?
Lo primero que puede destacar en la afirmación de Chávez del 1 de abril es que en realidad subyace un problema de semántica política: sobre qué o quién define a alguien o a algo como “progresista”. En realidad se trata de una cuestión ontológica, pues está referida a los criterios de algo, definir qué es o qué no es; en este caso, ser progresista o ser liberal. El solo hecho de preguntarnos por estos límites manifiesta una incertidumbre, y es esa incertidumbre en la que se halla una verdad, una verdad acerca de quién, qué y cómo es posible ser progresista. Ocurre, pues, un milagro -si vemos la cuestión desde el horizonte de fondo del liberalismo como una experiencia que nos compromete moralmente con un futuro ilustrado-. No podemos evitar que la interpretación de los hechos de la situación hermenéutica nos guíen hacia lo que no entendemos y tal vez hacia donde no queremos. Como Joseph de Maistre, en 1796, habremos de decir: Je n’y comprends pas[13]. El evento es quien nos lleva. Los límites del progreso han ingresado en un horizonte de incertidumbre; esto significa que los límites están descentrados, puede haber progreso en direcciones que se relacionan entre sí de manera polémica, incluso de manera altamente política en la línea de la oposición amigo-enemigo de Carl Schmitt[14]. No solo estamos ante una terrible irregularidad semántica; estamos ante el ser del acontecer, pues tenemos progreso y lo tenemos en varias direcciones que, por ser antagónicas políticamente, implican la desarticulación de la idea más básica de que un evento político es “progresista”, en el sentido de un horizonte de expectativa sostenido, en una concepción normativa de la historia. Por eso no entendemos y no queremos. Desde la hermenéutica, creemos que a todo esto subyace, en realidad, una cuestión ontológica más profunda en la que se instalan los límites que buscamos, en la que lo que no entendemos, para que ocurra, tal vez no requiere ser comprendido. Como hermenéutica es de la interpretación histórica, en este caso de lo progresista y la revolución y de su opuesto que gira en torno de una patencia extinta.
Tratar del “progreso”, del “liberalismo”, de la “modernidad”, del “nihilismo” u otros términos en filosofía política es un motivo lícito de desconfianza en el lector especializado, en particular porque hay una larga tradición académica que atiende a la precisión como un requisito del pensamiento, un requisito originalmente tomado de las ciencias naturales, pero que no por ello puede desatenderse. Esto ocurre de manera particular en los términos políticos que, cuando se transponen a la hermenéutica de la vida cotidiana, se refieren de modo inevitable a oposiciones polémicas, muy en particular con los deudores de las tradiciones de lenguaje conceptual liberal que se relacionan con la filosofía analítica. Las oposiciones polémicas son importantes en política, pero son indeseables en filosofía. Sin embargo, no puede haber filosofía de la política, si esas oposiciones, cuando existen, son olvidadas.
En primer lugar,
intentamos articular un lenguaje hermenéutico político referido a la actualidad
del acontecer. Aunque esto presupone, oposiciones no deseadas por el especialista,
no obstante, no hay que preocuparse
mucho por eso. Las oposiciones son interesantes aquí porque constituyen un
acontecer, esto es, son el despliegue de una realidad que en este caso, es la
de “progresista” y de los criterios, que hay que seguir para ser incluido en la
lista de “países progresistas”. En ninguno de los casos expresión apropiada
para Estados Unidos. Hay un rasgo peculiar en la expresión citada por el
Presidente de Venezuela que sugiere una ambigüedad particular relacionada con
el contraste progresismo/liberalismo y que se haya detrás de sus declaraciones.
Chávez nos hace pensar en la manifiesta contraposición conceptual
liberalismo/revolución. Más resulta que lo liberal no es revolucionario. ¿Quién
ha olvidado que el origen del liberalismo es la revolución? El liberalismo es,
para los filósofos, la filosofía que puso en marcha la Revolución de las luces,
la Ilustración, “el programa normativo de la Ilustración”. Pero el sentido
revolucionario de la Ilustración viene afectado –como ya ha sido puesto de
relieve por Vattimo- por la situación hermenéutica. En esta situación, es un
hecho que el programa entero de lo significado por “liberalismo” manifiesta la
verdad de su opuesto como vigente, y no importa quién sea el opuesto. Esto
explica el milagro. Allí donde está el liberalismo es verdad la vigencia de su
opuesto, sea lo que sea su opuesto. Por alguna razón, lo revolucionario y lo
progresista se intentan definir en una situación histórica en la que resulta
que es más progresista lo que puede explicarse desde la Ilustración, pero no
hacia ella.
En filosofía, es
notorio que la situación hermenéutica que referimos es reciente, y por eso nos
admira. Hemos tenido la experiencia del triunfo social del liberalismo en la
década de 1990, en que el pensamiento único parecía exitoso tanto en la teoría
como en la práctica. En ese momento, la revolución era solidaria con el
progreso. Coloquemos ahora un hito en el ataque antiliberal del 11 de
septiembre contra las Torres Gemelas de Nueva York. Para el espectador,
cualquier acontecimiento imaginable no comprendía este hecho, pero sucedió. En
hermenéutica, reconocemos el ser en los hechos significativos, en los hechos
inolvidables y terribles. Estos constituyen lo que se llama una apertura
histórico-destinal. La muerte de alguien querido o la traición de un amigo
entrañable constituyen un hecho factual que transforma el significado de los
hechos futuros. En el mundo político, estos hechos se identifican
polémicamente, se reconocen en contextos en los que cambian las expectativas de
ciertos agentes. “Ya no es lo mismo después de esto”, decimos. Nada es igual si
la Bolsa de Nueva York ha quebrado. No es lo mismo, por ejemplo, que el
calentamiento global haga desaparecer violentamente el agua potable en unos meses
a que tarde cuarenta años, o que nuestros parientes mueran de cáncer en semanas
a que tarden en morirse por la misma causa la vida entera. Los acontecimientos
cambian las “chances”, diría Vattimo. Incluso para el más conservador, que
desea que todo siga igual, cambia la perspectiva de sí mismo. El ataque del 11
de septiembre fue una “chance” y, en ese sentido, hizo vigente lo que esa
“chance” iba a significar. Después del 11 de septiembre del 2001 ya no tiene
sentido pensar que el liberalismo es el pensamiento único, porque otro
pensamiento ha destruido las Torres Gemelas. El otro pensamiento, pues, es
vigente. Es importante observar que no necesariamente estamos de acuerdo con lo
que efectivamente ocurrió esa fecha tan trágica para los habitantes de Nueva
York, lo fundamental, es que ese evento impensable cambió el significado del
pensamiento del liberalismo, lo mismo que la caída del muro de Berlín cambió el
significado del comunismo para siempre. No hay pensamiento único cuando otro ha
demostrado que es capaz de pensar.
En la hermenéutica,
la facticidad guarda una relación con la deliberación y el cálculo racional de
ventaja. Esto quiere decir que, aunque la praxis
impone razones, algunas de ellas se imponen por los hechos. Cuando esas razones
transforman el significado de las expectativas, el carácter “normativo” de los
hechos también se transforma, gira, se bifurca o se trastoca. En el trasfondo
del 11 de septiembre se hizo real una vigencia de la radicalidad del otro que
se legitimó por la fuerza en el orden de la praxis.
Fue como el acontecer de lo ilustrado en competencia con lo no ilustrado, el
mundo único que se estrelló contra la verdad de su límite, o bien, su límite
que se estrelló contra las Torres Gemelas. En la vigencia plena del pensamiento
único, este acontecimiento no tiene sentido; una vez ocurrido, es el
pensamiento único el que deja de tener significado y, por tanto, lo que ha
perdido su sentido es el liberalismo como expectativa, que, en el mejor de los
casos, ha dejado de ser la única. Es natural que los pensamientos históricos
sobrevivan, a veces, a sí mismos, por así decirlo. Está fuera del cálculo
humano si el liberalismo habrá o no de sobrevivir efectualmente, pero es un
hecho que las pretensiones únicas del pensamiento único no pueden ser más
vigentes.
En los usos ordinarios de “liberalismo” se da por hecho una referencia a la Ilustración y, de manera más amplia, al programa normativo de la modernidad, y que fenómenos como los atentados de Al Qaeda ponen en cuestionamiento. No se trata de que Al Qaeda sea vigente, sino que la negación es vigente, pues aunque el horror del hecho dificulte aceptar a Al Qaeda como un programa positivo y más progresista, es un hecho irreparable que existe la negación, que puede haber un no, y que ese no tiene una realidad. Todas las realidades efectuales en el mundo humano llevan su justificación. Hasta antes del 11 de septiembre, el no era teoría. Desde el 11 de septiembre, el no es parte de la hermenéutica de la práctica humana y es singularmente un ámbito del progreso y de lo progresista como lo no liberal, pues la expresión del no es el acontecimiento mismo de esa situación: es ella misma. Hablar del liberalismo, ahora, es también hacer frente a su oposición. Es claro que ésta no es meramente retórica, sino que apunta a ejercicios efectivos de resistencia, oposición o alternidad con los otros, que toman rasgos del 11 de septiembre, pues están significados en la vigencia histórica de su no. Esta afirmación pretende extenderse incluso aun cuando en los usos ordinarios hay una contraposición retórica, por ejemplo, el liberal puede referirse al jefe religioso de Irán como un reaccionario, pero eso es cierto en una semántica de oposición polémica frente al liberalismo, de la cual no podemos decir que sea el espacio de nuestra experiencia. No deseamos ser insistentes, pero a nadie escapa que el régimen clerical del Irán es aliado del gobierno socialista de Venezuela y que quienes apoyan a Chávez, de una u otra manera, son también aliados de la teocracia iraní. Pero he aquí el punto: tanto para Chávez como para los clérigos de Irán tomarse en serio ser progresista supone asumir el significado destinal del 11 de septiembre.
La semántica común,
que se presenta como apertura histórico destinal del liberalismo, ha sufrido
una extraña revolución. No es una revolución en un horizonte de expectativa en
la historia como una totalidad. Por ello, lo progresista admite una
interpretación del acontecer y de una ruptura y una enemistad frente, y en
contraste, con lo liberal, que sí presupone una visión totalizadora de la
historia. El ejemplo dramático con que intentamos explicar este asunto no
implica una adhesión ni una simpatía con sus consecuencias morales personales.
Conlleva sí la exposición que hace el hermeneuta de la alternidad entendida
como un claro que se hace manifiesto en el bosque. La alternidad parece querer
decir Chávez se instala como un factum hermenéutico
fundamental que es también el acontecer frente al otro más primigenio de las
oposiciones políticas en la actualidad. “Liberalismo”, que parece una palabra
vacía, es el fondo hermenéutico de las iniciativas por un mundo futuro que se
presenta bajo expectativas no ilustradas, no totalizadoras y que,
singularmente, carecen del rasgo moral que comprometía la historia moderna con
agendas secularizadas del Reino de los Cielos. El 11 de septiembre vino al caso
que la utopía liberal demostró ser enemiga en el seno de su tragedia, lo que
hace sospechoso aceptar las consecuencias normativas del programa con el que se
identifica. ¿No es acaso ese programa el trasfondo de la violencia del otro?
Es un hecho
manifiesto que un sector de la humanidad –y más aún la humanidad occidental- se
identifica con el programa de la Ilustración -y ve el progreso y lo progresista
en el avance de lo liberal en una historia liberal- en la que los derechos
humanos liberales, la democracia liberal y la liberal economía de mercado
triunfan inmutables en una expectativa de un mundo único e irrebatible. Pero es
manifiesto en la experiencia histórica y en los lenguajes político sociales que
una agenda progresista corre paralela al evento de no, que dice que no, y ese
no no es una teoría, sino es el acontecer efectivo de la negación, sombra que
se extiende sin límite, como una marcha para evitar o saltar por sobre las
consecuencias del mundo liberal. Al Presidente Chávez la “unidad
latinoamericana” le parece más “progresista” que los programas fácticos del
Partido Demócrata y la socialdemocracia inglesa. Su sentido de lo progresista
es también la apertura histórico destinal de un camino, de múltiples caminos
para la praxis humana que no se
conciben ya a sí mismos bajo nada que sea históricamente “único” y donde lo
único ha, literalmente, saltado por los aires. Con lo único, el horizonte de
expectativas que constituía nuestra experiencia de la historia se ha rendido a
un evento que es portador de sí mismo y cuyo carácter normativo se agota en su
propia realidad. Así, la ontología de la actualidad vislumbra otros caminos
cuyo acontecer, significado y práctica
dejaremos que muestre el ser mismo.
El trono de Catalina la Grande
Una de las
consecuencias de nuestras reflexiones anteriores es la caducidad del horizonte
de expectativas de la historia moderna en su colapso con el otro. El otro la ha
aterrizado, la ha sustraído de su lujuria conceptual. Pero, entonces, el
lenguaje de la revolución y las revoluciones ha perdido la carga de la
metanarración, la idea del ciclo no humano que se cierra y que nos impele, para
volver al más modesto andamiaje de “revolverse” y de constatar inquietud y
alboroto, aunque dentro de una línea temporal donde la utopía vuelve a alojarse
en el terreno del espacio de experiencia, esto es, en la actualidad, con lo que
la ontología de la actualidad puede recuperar –y de hecho recupera- las
entradas de “revolución” de 1737. Volvamos entonces a 1763. El opulento Reino
del Perú, parte entonces privilegiada de un Imperio que habría de colapsar
pronto –gracias a una revolución imprevisible y violenta- expresa la
hermenéutica de la política de su tiempo con conceptos no filosóficos, tomados,
por tanto, de un acercamiento natural de la proximidad de lo que es para
nosotros una transmisión desde lo más originario, antes de que el pensar de la
política fuese incorporado a las historias totales modernas que ahora llamamos
metarrelatos. De una fuente originaria, anterior a la irrupción de la
modernidad política, encontramos un vocabulario que nos alcanza en la ontología
de la actualidad, que nos hace patente el sentido del acontecer, que nos
auxilia en la aceptación de que hay algo que ocurre en la historia del mundo y que
eso que ocurre no es del orden de lo que meramente cambia, que no es del orden
de lo mismo, sino del orden de lo que es otra realidad. Y esa otra realidad,
terrible y fascinante, espera, con Pedro III, al trono de Catalina la Grande.
Ocurre, pues, algo imprevisible y sorprendente. El emperador de Rusia ha muerto y La Gaceta de Lima nos lo hace saber. Vemos lo que no vemos; vamos donde no vamos, y tal vez incluso donde no queremos ir, y eso nos inquieta y satura los descalificados lenguajes sociales con el bullicio y el alboroto. Lo raro y lo grande carece de sentido hacia el fin de la historia, pero es igual de raro y grande, y no lo podemos evitar: no nos pertenece, sino que le pertenecemos. Y, entonces, el “suceso” se nos hace “extraordinario”: es un milagro y no lo podemos soportar. Es un lenguaje insufrible porque no es nuestro lenguaje. El lenguaje-koiné, que es también el lenguaje verdadero, lo aloja, sin embargo, en su margen. Como Joseph de Maistre, en 1796, habremos de decir hacia el final de lo que era sorprendente y admirable para el conde en el alboroto del acontecer: Je n’y comprends pas.
Nota del comité Editorial
*Conferencia magistral dictada en la Biblioteca Nacional
Argentina (Buenos Aires) en mayo de 2009, en ocasión de la I jornada internacional
de hermenéutica.
8 Gazeta
de Lima, Núm. 6. Desde el 20 de mayo hasta el 12 de julio de 1763, en Gazeta de Lima,de 1762 a 1765. Apogeo de Amat
(Compilación, prólogo y apéndices de José Durand). Lima, Cofide, 1982, p. 55.
[2] Cf. la conferencia de Gianni Vattimo Ontologia de l’attualità, en Gianni
Vattimo (comp.), Filosofia, 1987. Bari, Laterza, 1988.
[3] Cf. Otto, Rudolf;
Le Sacré, l’élément non-rationnel dans l’idée du divin et sa relation avec le
rationnel. Paris: Payot, 1949, pp. 46
y ss.
[4] Cf. Koselleck, Reinhart, historia/Historia (Traducción e introducción de Antonio Gómez
Ramos). Madrid, Trotta, 2004 (1975).
[5] Cf. Jean-François Lyotard, La condición
posmoderna. Madrid: Cátedra, 1984
(1979). También Lyotard, Histoire universelle et différences
culturelles, en Critique, 41,
1985, p. 563; Le
Postmoderne expliqué aux enfants, Paris, Galilée, 1986, p. 38.
[7] Cf. Koselleck, Reinhart, Aceleración, prognosis y secularización. Valencia, Pre-textos,
2003.
[8] Sobre las consecuencias morales de la modernidad en
este sentido cf. Duque, Félix, ¿Hacia la
paz perpetua o hacia el terrorismo perpetuo? Madrid, Círculo de Bellas
Artes, 2006, 53 pp.
[9] Conde Joseph de Maistre, Considérations sur la France. Paris , J. Pélagaud, 1860 (1796), p. 2. En español, Consideraciones
sobre Francia (Traduccióny notas de Joaquín Poch Elío). Barcelona, Tecnos,
1990, p. 4.
[10] Cf. Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una
semántica de los tiempos históricos. Barcelona, Paidós, 1993.
[11] Cf. por ejemplo el texto del liberal peruano Miguel
Giusti, Tras el consenso. Entre la utopía
y la nostalgia. Madrid, Dickynson, 2006, especialmente pp. 33, 240. Cf. mi
reseña en Araucaria
(Chihuahua-Sevilla-Buenos Aires), # 21, 2009.
[13] Cf. Considérations
sur la France ,
pp. 3-4.
[14] Cf. Schmitt, Carl; El concepto de lo político.
Madrid, Alianza, 2002 (1932).