miércoles, 18 de enero de 2012

Del diálogo al conflicto (*)

Gianni Vattimo


                                                                                       Margareth K. Del Pielago Vasquez
                                                                             Notas y Traduccion


¿Por qué pues del diálogo al conflicto? ¿No es tal vez  la hermenéutica –aquella orientación filosófica en cuyos caminos[1] (de Pareyson, de Gadamer y antes de Heidegger y de Nietzsche) que siempre he buscado para inspirarme– precisamente una filosofía del diálogo? Hace años, en base a la experiencia de debates americanos donde la hermenéutica era convertida simplemente en el nombre de toda la filosofía “continental” (de Habermas a Foucault, a Derrida y Deleuze) sustituyendo el existencialismo y la fenomenología, había propuesto hablar de hermenéutica como nueva Koiné[2], como nuevo idioma común de una gran parte de la filosofía contemporánea. 







Como he observado en libros y artículos de los años noventa, esta difusión, por así decirlo, de la hermenéutica también la ha “disuelto” fatalmente. Frente a tal disolución –que me recordaba un poco la interpretación “superficial”[3] del eterno retorno de Nietzsche- de la parte de los animales de Zarathustra “todo va, todo retorna, eterna gira la rueda del ser”, no hay nada de lo cual debemos preocuparnos pensé entonces en oponer una más dura acentuación en el inevitable éxito nihilístico de la hermenéutica puesta en serio. Que cada experiencia de verdad sea interpretación no es a la misma vez una tesis descriptivo-metafísica, es una interpretación que no se legitima pretendiendo mostrar las cosas -como están– es más no se puede para nada pensar que las cosas, el ser, estén en algún modo; interpretación y cosas, y ser, son partes del mismo acaecer histórico; también la estabilidad de los conceptos matemáticos o de las verdades científicas es suceso; siempre se verifican o falsifican proposiciones  solamente al interior de paradigmas que no son a su vez eternos sino calificados según la época. Hablaba del éxito nihilístico de la hermenéutica, retomando el término de Nietzsche pero con una inflexión heideggeriana; como se sabe, para Heidegger el ser es evento, apertura propia de aquellos horizontes históricos que Kuhn llama paradigmas. A la noción heideggeriana de evento yo agregaba –creo siempre en fidelidad a su enseñanza– una más explícita filosofía de la historia del ser de origen nietzscheano: si miramos la historia del ser como se ha dado y se da a nosotros los occidentales (ciudadanos del Abendland, la terra del tramonto[4]) la lectura más razonable que podamos darnos es aquella propuesta por Nietzsche con su idea de nihilismo: la historia en el curso de la cual, como resume Heidegger, al fin del ser como tal no hay nada más. Precisamente del ser como tal: l’on  è on  de Aristóteles, el ser como estructura estable que está más allá de  toda contingencia y garantiza la verdad inmutable de todo lo verdadero tiene el “destino” de caminar indefinidamente hacia el no-ser -más el ser como tal-. Siguiendo a Nietzsche veía este proceso como el hilo conductor del devenir de la cultura occidental, desde  la verdad como visión de las ideas de Platón a la fundamentación subjetiva de lo verdadero en Descartes y Kant, hasta la identificación positivista de la verdad con el resultado del experimento construido por lo científico y después de  la misma “universalización” de la hermenéutica, más allá de  las ciencias humanas en teorías como aquella de Thomas Kuhn.


Un esquema muy simplista, como observan los historiadores de la filosofía –desde siempre amigos- enemigos de la teorética. Que Nietzsche y Heidegger concuerden con Dilthey, incluso con Husserl y, más remotamente con Hegel; sin el cual no se puede hacer una teorética que no sea metafísica –ya que si se nos refuta la esquematización bastante simplista de la historia de la cual provenimos y en la cual buscamos nuestra legitimación como intérpretes, no podemos pensar- y es deber reflejar un orden objetivo que deberá ser fatalmente pensado como substrato de los acontecimientos históricos. Recuerdo aquí que, no obstante todas sus pretensiones de constituir la vía de salida del nihilismo nietzscheano, del cual debía distinguirse precisamente a causa de la radical proximidad, Heidegger es por siempre el autor de frases como “das Sein als Grund fahren Lassen” (in ZSD) e “Sein, nicht Seiendes, gibt es nur.” (SuZ par. 44 vedi). Y que de otra parte, en mi trabajo de los últimos años, el esquema simplista de la historia occidental como el nihilismo se ha inspirado también en la noción de secularización vista como progresiva realización de aquella Kenosis<!--[if !supportFootnotes]-->[5]<!--[endif]--> del divino que es la esencia del Cristianismo.

He aquí el sentido del éxito nihilístico de la hermenéutica. Que no significa no tener más criterios de verdad, sino sólo que estos criterios son históricos y no metafísicos; desde luego no relacionados al ideal de la demostración sino más bien orientados a la persuasión –la verdad es asunto de retórica de aceptación concordada-; como lo es del resto también la proposición científica que vale en cuanto es verificado por los otros, por la así denominada comunidad científica, y nada más.




                                   
Pero, de nuevo: ¿Por qué del diálogo al conflicto? En fin es muy evidente que si se dice que la verdad es asunto de persuasión, de concordancia, el diálogo tiene una función central. Heidegger frecuentemente ha comentado los versos de Hoelderlin: “muchos dioses ha nombrado el hombre… desde cuando somos un Gespraech” una lógica heideggeriana no puede pensar la verdad como resultado del diálogo y nada más –no en suma: nos ponemos de acuerdo porque hemos descubierto (allá afuera) la verdad-, pero: decimos haber encontrado la verdad cuando nos ponemos de acuerdo. Ya que en la base de la verdad como evento (no reflejo, etc.) existe la pluralidad de los intérpretes de su acuerdo o desacuerdo. Aquí encuentro de nuevo uno de los aspectos de la enseñanza de Luigi Pareyson: la idea de que la interpretación puede fallar. Esta idea ha limitado siempre algo mi concordancia de la teoría de la fusión de horizontes de Gadamer y en general del diálogo hermenéutico. Como si en aquella teoría hubiese bastante optimismo, bastante irenismo. Un trato de este tipo se advierte incluso en la teoría del actuar comunicativo de Habermas. También cerca de él el diálogo argumentativo tiene siempre el aire de ser un asunto entre sujetos trascendentales, entre investigadores de laboratorio. Los límites que se encuentran son siempre sus límites subjetivos, su eventual opacidad, incluso cuando sea producida por condiciones sociales desfavorables (explotación, exclusión) que ciertamente Habermas no intenta aceptar. O bien se trata simplemente de no confundir los tipos de argumentación, como en el caso de los juegos lingüísticos de Wittgenstein: con los santos en iglesia, etc o desde cuando se  ha inclinado hacia una continuación siempre más explícita del kantismo en lugar de su marxismo crítico de origen, Habermas se detiene siempre menos sobre los modos de los cuales depende la realización de las condiciones de un diálogo. Una confirmación de eso, me parece, es el hecho de  que sus posiciones políticas se acentúa siempre más una clase de institucionalismo, una confianza poco justificada en las organizaciones internacionales como la ONU, de cuya ineficacia en el contrastar la voluntad de los pueblos (del país)  fuertes pocos de nosotros dudan, ya.

Puedo confesar sin dificultad que han devenido sensibles a este problema –que resumo en el título “del diálogo al conflicto”– por razones que antes que nada no han dado que hacer con cuestiones internas a la teoría, pero que están sin embargo bastante evidentemente relacionadas con  aquellas que con expresión que lo que Hegel llamaría de la estética, algo pomposamente, “la condición general del mundo”. De la cual tomamos conciencia a partir del sentido del fastidio que nos suscita siempre más vivamente cada llamada al diálogo. No sólo en la reciente política italiana, donde los contendientes litigan reprochándose recíprocamente de no querer dialogar sin jamás nombrar la cosa misma, con efectos que serían cómicos si no guiasen el destino del país. En verdad, si reflexionamos sobre las razones de la intolerancia por la retórica del diálogo, nos damos cuenta de  que estamos solamente expresando una revuelta más bien amplia y, si permiten, más filosóficamente relevante, esto es la revuelta contra la neutralización ideológica que domina ahora por todas partes en la cultura del primer mundo, el Occidente industrializado. Se trata de aquello que frecuentemente ha sido llamado el pensamiento único, el cual se identifica en último análisis con eso que los políticos llaman –cuando lo nombran– el Washington consensus, fuera del cual no existe el terrorismo con todas sus consecuencias. Dicha así, se entiende, parece una caricatura. Más tiene la ventaja de mostrar sin equivocaciones un trato siempre más marcado de nuestra existencia contemporánea. Que esto sea un asunto filosóficamente relevante lo puede negar sólo quien piensa la filosofía como cultivo de lenguajes y problemas totalmente ajenos con respecto al vivir cotidiano. Naturalmente, también quien ve las cosas de este modo está convencido de la importancia absoluta de eso que hace, propiamente en nombre de aquella concepción metafísica del ser que imagina como la estructura-base de lo real, en la cual conviene concentrarse para alcanzar la salvación. Pero sin tomar en cuenta las buenas razones de quien –como Heidegger, Nietzsche, y mucha filosofía contemporánea– piensa que lo propio de la metafísica necesita salvarse porque es producto y sustento de las relaciones de dominio. El pensamiento único en el cual estamos inmersos tiene el mérito de habernos hecho entender –en muchos sentidos sobre nuestra piel– que el objetivismo metafísico, hoy declinado sobre todo como poder de ciencia y tecnología, no es otro que la forma más actualizada  –y más esquiva– del dominio de clase, grupos e individuos. Neutralización y poder de los expertos de cada tipo son la misma cosa. Y la experiencia que, también en el pequeño horizonte de la sociedad italiana, hacemos cuando vemos la desaparición de las diferencias entre la derecha y la izquierda. Una desaparición que en el resto es general, por lo menos en el mundo occidental de la racionalidad capitalista, por cuanto ésta última sea siempre más visiblemente irracional y manifiesta sin algún pudor  por su esencia puramente predatoria.



¿Podemos, nosotros fanáticos heideggerianos, rescatar finalmente el antimodernismo de Heidegger, su desconfianza por el dominio tecnocientífico universal? Todo, o casi, aquello que les ha sido reprobado desde siempre como signo oscurantista de Selva Negra, de nostalgia por la vida patriarcal de los campos alemanes, incluso, digámoslo, su infeliz elección por el nazismo en 1933, toma un color distinto a las luces de cuanto está sucediendo hoy a causa de la globalización y de la homogenización imperialista del planeta. Lo que Heidegger se dispone con Hitler en 1933 hace alguna cosa que ciertamente nosotros no podremos de ninguna manera compartir. Sin embargo los mismos pensadores como Lukacs y Bloch escogen el comunismo de Stalin. En ambos casos, cualquiera que sea nuestra preferencia por una de las dos posiciones, se trata de la misión decidida de un  compromiso que sea el uno o sean los otros quienes vean como determinante filosóficamente, pero no –al menos Heidegger– como conforme a un valor metafísicamente universal. Quiero decir que en el caso de Heidegger, se trata de una elección  conscientemente “de parte” asumida como correspondiente a un destino específico, aquel del pueblo alemán, destino que es visto como apelación del ser;  más  precisamente de un ser que se anuncia sólo como específico envío histórico, en el cuadro de una situación (la potencia prevaleciente de la América capitalista y de la Rusia de Stalin) también no legible  –en su perspectiva– en términos de valores y esencias universales. Por muchos aspectos, era “de parte”, no en nombre de valores pretendidos universales, la elección de Lukacs o de Bloch, que sin embargo confiaban en una racionalidad global de la historia en la cual el proletariado revolucionario, con el que pensaban declararse escogiendo el comunismo soviético, era el agente de la salvación de toda la humanidad. Sé que en este punto la elección de Heidegger en los años treinta, que veo como muy similar, sea también diametralmente opuesta en los contenidos, a aquella de personajes como Lukacs y Bloch    –plantea cuestiones delicadas-, y lo evoco aquí no con intenciones provocadoras. Sin embargo quizá están en la cosa misma: de la neutralización objetivista, metafísica, tecnocientífica que caracteriza el pensamiento único forma también parte de la buena consciencia con la que el Occidente industrial se siente portador de los verdaderos derechos humanos, del orden político justo (al punto de quererlo imponer, o de querer hacer creer de imponerlo, también con la guerra  a otros pueblos), de la auténtica civilización  conforme a la naturaleza del hombre. Todo esto Heidegger nos enseña a rechazar  como supervivencia de la metafísica, es decir del dominio, incluso con su trágico error de 1933. Un error  que nos parece tal, no porque nosotros nos sintamos representantes de aquella verdadera humanidad  de la que el occidente sería el portador. Sólo, correspondemos, o intentamos corresponder, a otra llamada histórica en muchos sentidos análoga a aquella que los retuvo de escuchar la adhesión al nazismo en 1933, pero sobretodo cuando, a partir del ensayo sobre El origen de la obra de arte (1936) comenzó a elaborar un concepto de evento del ser que, debiéndolo pensar como libertad, novedad, proyecto –y no como simple desenvolvimiento de una esencia metafísica de una vez por todas- se encontró también para confrontarnos con su naturaleza conflictual.

Aquello que ocurre en el pensamiento de Heidegger después de la revuelta de los años treinta y que continúa para  provocarnos, no es tanto el “misterio de la iniquidad” de su adhesión a Hitler, cuanto su posición  de que no se puede hablar de autenticidad, Eigetlichkeit (la gran palabra de Sein und Zeit) si no dentro del Ereignis; traducido: no puedes devenir auténtico con una simple decisión moral individual, ésta es una labor que concierne el ser mismo, como dice después en la carta sobre el humanismo contra Sartre. ¿Más debes simplemente estar inmóvil para esperar  también a costa de errar?, traicionando ciertos aspectos fundamentales de su misma filosofía, Heidegger piensa se debe aclarar: por y contra alguna cosa, sin alguna pretensión metafísica de neutralidad soberana, en nombre de un acceso filosófico a los primeros principios y valores universales. Wer groos denkt muss gross irren, como ellos repetirá frecuentemente en los años sucesivos. Quien piensa en grande no puede errar en grande.


He nombrado el ensayo sobre la obra de arte porque es allí que ha sido buscado el nexo entre el acaecer de la verdad y el conflicto. Repito en breve los pasos implicados en cuanto lo dicho aquí (¿pensaré también yo en grande, con la vinculada inevitabilidad del error?). La verdad, si no es reflejo de un orden eternamente dado de esencias y estructuras, es acaecimiento, es acaecimiento dialógico (Seitem wir ein Gespraech sind.. ** vedi e cita). Verdad se da cuando nos ponemos de acuerdo. ¿Pero el diálogo será verdaderamente siempre así de pacífico? La confianza platónica, que se encuentra en Gadamer, en su creatividad, supone siempre que sea, de algún modo, lo real. Y que alguien sepa más de los otros: el esclavo que en el diálogo socrático llega a descubrir la verdad geométrica es guiado por alguien que lo interroga oportunamente. Como sea del diálogo socrático-platónico, es cierto que la retórica actual del diálogo tiene muchos caracteres para ser sentida como una máscara del dominio –y es así que la vivimos- de hecho en nuestra intolerancia creciente hacia ella. Ahora, en el ensayo sobre la obra de arte a la que me estoy refiriendo, Heidegger como se sabe define la obra de arte como “puesta en obra de la verdad”. Y la lectura de esta definición la interpreta justamente como la afirmación del carácter “inaugural“ de la obra que Heidegger parece pensar es que, dado que la verdad de una proposición cualquiera se prueba sólo al interior de un paradigma histórico, el cual no está simplemente articulándose en una estructura eterna (naturaleza del hombre, primeros principios, etc) sino que acece, nace, tiene un origen (análogamente al paradigma de Kuhn) la sede de este acaecer viene buscada en la obra de arte. Inaugural en este sentido, podemos pensar, es la Divina Comedia, Shakespeare, Homero, y antes que nada la Biblia. En el mismo ensayo, mientras  deviene a lo largo la idea de la obra en cuanto lugar de acaecer de la verdad como apertura de un horizonte histórico, nacimiento de un lenguaje, etc, Heidegger indica también otros modos de acaecer de la verdad más allá de la obra de arte   –cita HW–  que sin embargo no discute más ampliamente, y que quedan definitivamente fuera del horizonte de sus escritos sucesivos, siempre orientados a buscar el evento  de la verdad en la poesía o en la sabiduría<!--[if !supportFootnotes]-->[6]<!--[endif]--> originaria de las sentencias de los presocráticos. Aquello  que constituye la base de la fuerza inaugural de la obra de arte, y esto me parece hoy más importante de cuanto no me pareció en el pasado, es el hecho que mantiene abierto el conflicto entre mundo y tierra… Dos términos que, sin repetir aquí análisis llevados a cabo en otro lugar, vienen destinados lo uno, el mundo, como el horizonte articulado, el paradigma, que la obra inaugura y dentro del cual nos hace “habitar”; el otro, la tierra, como aquella reserva por siempre de ulteriores significados que, como dice el término mismo, son relacionados a la vida –de la naturaleza y de la persona- y que constituyen siempre un halo oscuro del cual proviene el esfuerzo de  proyectar, de cambiar, de devenir otro. La existencia, piensa Heidegger, es proyecto; y el ser mismo en cuanto se da sólo a través del hombre que es su “pastor” o incluso lugarteniente, es evento en cuanto novedad, no deducible, acaecimiento puro y simple, no necesario pero siempre inaugural. La historia del ser, por lo demás, que en Heidegger es el concatenarse, problemático, de las aperturas, de los paradigmas, es posible porque existe la tierra y esto es el sucederse de las generaciones: es a este ritmo –se recuerda el ensayo sobre el dicho de Anaxímandro– que los paradigmas, las aperturas, los eventos del ser dejan el puesto de lo uno a lo otro.

Pero la mundanalidad no se deja encerrar dentro de la estabilidad de un diálogo feliz, que instituiría la verdad como nacimiento armonioso de una nueva apertura. Las vicisitudes de vanguardias del siglo XX, que Heidegger ciertamente vivió, muestran cuanta fuerza de despliegue (Hd., y no sólo Benjamín, hablan de shock como efecto de la obra) sea contenida en el nacimiento de otra apertura, sea en aquel ámbito “inocente” que es el arte. El acaecer de la verdad “inquieta”. La transición de uno a otro –se recordará que el ejemplo más usado de Kuhn es el abandono de la hipótesis tolemaica a favor de aquella copernicana–  no acaece mediante un “diálogo”,  tiene más bien el carácter de un cambio “catastrófico” que no se deja racionalizar si no après coup. Por cuanto se nos fuerza a adoptar una concepción racional de la historia, no se puede no ver que las grandes transformaciones, que ciertamente no acaecen en un solo momento, no son nunca efecto de decisiones racionales, y tanto menos “democráticas”. Para fundar la democracia en Irak, nos ha enseñado Bush con todos sus corifeos, se necesita un acto de fuerza. Y  por lo demás los revolucionarios franceses –inicio oficial, en manuales, de la Edad Moderna- cuando decapitan al rey no lo deciden con un referéndum. Al comenzar las constituciones, incluso  y sobre todo en aquellas democráticas, se trata siempre de eventos no “lógicos”, sin embargo discontinuos respecto a eso que precede, por lo tanto también no dia-lógicos. La argumentación racional es ciertamente preferible, ninguno duda que sobre esto tenga razón Habermas o también Rawls. Sin embargo la institución de un horizonte de argumentación, al menos por ahora (y debemos subrayarlo, contra todo irracionalismo metafísico o de principio) implica una lucha, un conflicto, quizá aquello que, según  Marx, debía hacernos salir de la prehistoria.



El “por ahora” no es aquí sólo una expresión retórica. La elección infeliz, el trágico error de Heidegger en 1933 vale para nosotros como ejemplo porque nos parece reconocer en la situación actual tratos análogos a aquella con el cual tuvo que hacer. Como en aquel entonces, estamos en una condición “de urgencia” con la amenaza inminente de pérdida de la libertad. También si, afortunadamente, podemos renunciar a buscar muchas analogías; las diferencias concretas son tantas, la referencia a aquella época vale para nosotros sólo como llamado al hecho de que la filosofía, si no quiere ser metafísica siempre sólo apologética de las cosas como están, debe ver la condición universal del mundo y dejarse interpelar. Y a pensarla así, sin embargo, la pone en la necesidad de participar. No se puede buscar salir de la metafísica –objetiva, apologética, “realística”- sin venir implicados en el conflicto del cual solamente puede brotar la verdad-evento. La libertad –la progettualità humana en la cual solamente se anuncia el ser como tal– es siempre amenazada por la metafísica (esto es por la violencia del dominio). En los tiempos del viraje decisivo<!--[if !supportFootnotes]-->[7]<!--[endif]--> de Heidegger, era amenazada por el cerrarse de la garras del imperialismo capitalista, del comunismo staliniano y del nazismo alemán. Hoy la amenaza son las fuerzas neutralizantes de la globalización en la cual el dominio se esconde sobre la máscara de la racionalidad económica y de la ciencia técnica vista como mera esperanza de “progreso” y de “paz”. Nuestra situación es, de ciertas maneras, más insidiosa, también infinitamente más  cómoda, de aquella de los años treinta. El acallamiento de cada conflictividad –que por aquel entonces era en cambio más explícita– realiza aquella condición que Heidegger esquematizaba en la cita platónica que hace de epígrafe a Ser y tiempo: no sólo no tenemos una respuesta a la pregunta sobre el sentido del ser, sino que nos hemos olvidado, nos estamos olvidando, también de la pregunta misma. Por esto, buscar recordar el ser no quiere decir otra cosa, hoy por nosotros, que oponerse a la neutralización, tomar partido. Con quién y para qué cosa no es luego tan difícil de establecer, sin dejarse impresionar mucho por los tantos que hoy, justamente también siempre con razones de arrogancia metafísica (“nosotros somos los verdaderos defensores de lo humano”, etc) creen deber arrojar al mar la ontología de Heidegger por su error de 1933. Esforzarse por recordar el ser como progettualità y libertad significa obviamente elegir estar con aquellos que más proyectan porque menos tienen: el viejo proletariado marxista, no titular metafísico de la verdad porque es libre de ver el mundo fuera de la ideología; mas portador de la esencia del género porque más de que otro individuo, grupo, clase, es definido por el proyecto, es todo proyectado hacia la transformación de la propia condición –esto es auténticamente ex-sistente-.

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<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]--> Se ha optado traducir “tracce” como “caminos” considerando a tales como las posibilidades del pensar, como múltiples; desde cierta  intertextualidad se han tomado los caminos del pensar propuestos por Heidegger y repensados por el propio autor Vattimo (véase Sendas pérdidas o Caminos de bosque. 1950, Editorial Losada, Buenos Aires, 1960. Traducción de José Rovira Armengol / Editorial Alianza, Madrid, 1995. Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte. Título original: Holzwege, V. Klostermann, Frankfurt a. M., 1950).

<!--[if !supportFootnotes]-->[2]<!--[endif]--> Koiné o coiné se encuentra como 1. Lingua comune, di base attica, che i Greci adottarono alla fine del sec. IV a.C. eliminando i dialetti 2. Per estens., lingua comune, con caratteri uniformi, que in una data zona si sovrappone alle varietà local 3. unione, in senso generale e con riferimento a fatti spirituali, culturali e simili… (Dizionario Garzanti della lingua italiana, XXII edizione, 1983, Garzanti Editore s.p.a. Italia pág. 389).

<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]--> “Leggera” puede ser traducida como superficial, incluso podría reemplazarse por “light” pues en el contexto en el que se traduce este término puede ser visto como más próximo a nuestra realidad.
<!--[if !supportFootnotes]-->[4]<!--[endif]--> La terra del tramonto alude a la dirección con que vemos que se desarrolla la puesta del sol (Europa- occidente). En términos de la revolución copernicana debería reemplazarse o reinventarse otro término (Cuestión hecha por el filósofo Aurelio Miní, analizando el término alemán Abendland). Llevando la interpretación del texto de Vattimo a sus últimas consecuencias y considerando que toda traducción es una interpretación y que a su vez toda interpretación es creación (véase PAZ, Octavio. Traducción: Literatura y Literalidad. Tusquets Editores. Barcelona. 1971) tendríamos, si se permite, en occidente ai cittadini del Abendland, la terra del tramonto, del “declinar”, del ocaso.

<!--[if !supportFootnotes]-->[5]<!--[endif]--> Del griego, vaciarse. Hace referencia a la  renuncia voluntaria hecha por Cristo a sus privilegios divinos al aceptar humildemente el estado humano en la encarnación. San Pablo describe la kenosis de Cristo en Fil. 2, 6-7.


<!--[if !supportFootnotes]-->[6]<!--[endif]--> Se traduce aquí “saggézza” por “sabiduría” considerando el significado “la virtù che consiste nel seguire la retta ragione nella condotta della vita, secondo un criterio di prudenza e di equilibrio ; la sapienza applicata all’attività pratica” (Dizionario Garzanti della lingua italiana, XXII edizione, 1983, Garzanti Editore s.p.a. Italia pág. 1514)

<!--[if !supportFootnotes]-->[7]<!--[endif]--> Se traduce “svolta”  como “viraje decisivo”, “giro”  considerando  el término como el momento en que el curso de los acontecimientos muta profundamente: “3. (fig.) momento in cui il corso degli avvenimenti muta profundamente” (Dizionario Garzanti della lingua italiana, XXII edizione, 1983, Garzanti Editore s.p.a. Italia pág. 1778)

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